En la clase, todos lo odiamos. Es ideático y tiene la locura razonada más idiota de toda la escuela, podrías creer cuando lo veas que es como un muñeco de plastilina que se derrite bajo el sol. Es un imbécil. Tiene sueños perfectos y cree que puede hacer todo.

Nosotros pensamos que no podemos hacer nada, que estamos trabados, sólo reñimos a la dentadura del sol y abrimos los ojos a la realidad que nosotros creamos; tenemos cigarrillos y noche, niñas durmiendo a nuestro lado, cantando la vieja canción de los días de la buenaventura, soñando bajo la luna el pelaje dorado de las bestias, imaginando en silencio.

Se me ocurrió un día en la noche. Estaba viendo la tele y vi en canal cinco cómo un ninja descabezaba a su enemigo con un sadismo cómico, de serie televisiva, inofensiva y falsa. Me reía mucho mientras daba sorbos a mi bebida apuradamente. Pero sentía en mi saliva un odio, un deseo nuevo, algo que no me había ocurrido hasta ahora. Pensé en matar al profesor. Me lo imaginaba en el patíbulo sangrando, un espectáculo de fuego y música, un sonido penetrante en los oídos y un olor a carne rancia, fétido.

No me creí capaz de hacerlo, pero al final no contuve las ganas y les conté la idea a mis amigos. Todos creyeron que hacer eso era una idiotez, pero, poco a poco, los fui convenciendo de hacer algo que no cualquier día puedes, esto les resultó fabuloso, y se pusieron como locos y empezamos a idear un plan para matarlo.

La muerte del Moñitos

La muerte del Moñitos

La verdad es que no pensamos mucho en cómo hacerlo, sólo sentíamos la rabia correr en las encías y actuamos con los instintos. Esta historia me da asco, por eso no me gusta hablar de esto, pero ahora sentí que necesitaba sacar la repugnancia acumulada desde ese día y solté estos párrafos a destajo y, sin fijarme en la ortografía, esparcí la pluma con la sangre de la víctima.

Todavía en las noches, ronda en mi cabeza, la imagen de cuando le encajamos el vidrio de una botella rota en el cuello y se desangró chillando como un animal mientras se revolcaba con los ojos asfixiados y con el alma en un circo de obscenidades; luego, cuando ya no se movía, le corté la cabeza con un vidrio y me le quedé observando largo rato hasta que pude descubrir que “el moñitos” ya no chingaría a nadie más en la escuela, y esto todos me lo agradecieron.

En los días posteriores la escuela estuvo en paz y no sucedía nada. La clase del imbécil fue sustituida por la de una maestra estupenda que enseñaba, definitivamente, mucho más de lo que el moñitos había podido dar a lo largo de su vida, que si fue productiva, fue sólo por esta historia que lo describe como a un bicho al que uno apachurra. Miras la suela de tu zapato para limpiarlo en el borde de las calles.

Pero, luego, viene lo obscuro de la historia. Lo negro. La verdad es que entre todos lo destajamos a placer, su carne la dimos a los perros de la esquina. Él desapareció de inmediato y nadie lo volvió a ver: ni su esposa, ni sus hijos, ni nadie, solamente mi mejor amigo conservó dentro de un frasco con formol su corazón que era rojo amoratado, maldecido. En las noches, me contaba, lo veía encenderse dentro del envase y brillar intenso en la obscuridad, era el lamento apagado del moñitos.

Al final, me molestaba, cuando iba a casa de mi amigo, ver el corazón ahí en la repisa, como si sintiera aún cómo se le desangraba la garganta.

Por eso le dije que lo aventara también a los perros.

Incluido en Corredores salvajes, España, Luhu Editorial, 2016.

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