Llegar a pensar que estamos protegidos ante un enemigo que nos acecha, porque usamos tapabocas y nos lavamos frecuentemente las manos con agua y jabón al regresar a casa o en cualquier parte donde tengamos oportunidad, es pecar de ingenuo. Eso me pasó a mí y no importó todo cuanto puse de empeño para no contagiarme. La salida a la calle ante la intransferible obligación de comprar los alimentos que debíamos consumir me exponía abiertamente ante ese virus perverso que ha cercenado metas e ilusiones de la humanidad y no tiene trazas de parar, a pesar de lo que pudiera decirse sobre sus continuas modificaciones o mutaciones. No sé si fue una variante o el propio Covid-19, pero una tarde en que regresaba luego de andar de abastos en abastos por el centro del poblado, empecé a sentir un malestar en la garganta (Debo decir que nunca me quito el tapabocas en la calle), y a la mañana siguiente, luego de una noche incómoda y sueños inquietos, tuve la certeza de que tenía el virus en el cuerpo y que se iba a apoderar de mí y lo hizo con tal saña que me vi bastante delicado con una tos imparable y obstinada que me ahogaba y laceraba los pulmones.

Yo, a mis sesenta y ocho años, no dejé de pensar que  podía complicarme basado en lo que había leído e investigado acerca del tema. Pero a pesar de todo y en medio de esa crisis, conservé la calma y seguí las instrucciones precisas de mi prima médico que, a la distancia, me monitoreaba constantemente para ver la evolución favorable (Esperaba) del cuadro clínico que presentaba. Por ese lado estaba cubierto, pues la confianza en ella como profesional de la medicina era total. Bien, ¿Pero dónde quedó el aspecto o el equilibrio  espiritual, que en todo momento debe acompañarnos? Lo sé ahora.

 

En mucho tiempo en que apenas tropezaba el libro del Nuevo Testamento, cuando buscaba algún ejemplar en los estantes de mi biblioteca, o mejor, en los tres  pequeños estantes donde tengo algunos libros, no me había dado cuenta de la necesidad imperiosa de buscar el favor de aquello que se nos muestra como más poderoso, aquello que está por sobre las limitaciones humanas.  Ese “Algo” superior a nosotros se convirtió en lectura diaria y acompañante en las noches, cuando oraba en silencio, pidiéndole al Todopoderoso, que así lo llamamos, a través del Redentor y Luz del mundo, Jesús de Nazaret, la sanación y erradicación de este detestable agente de enfermedad. Pero a la par de esa petición constante me fui adentrando en los pasajes de los cuatro evangelistas que predicaban la palabra del Maestro Jesús y me inundaba de paz y armonía para conciliar el sueño en medio de esa terrible tos. Oh, sí, tenía las tres dosis de la vacuna Sinopharm, y creo también en la ciencia y la tecnología, debo decirlo, porque haberlas tenido jugó un papel fundamental en la superación del Covid-19 y en mi recuperación. Lo reconozco. ¿Pero cómo afronté este cambio o este vuelco hacia la palabra del Maestro Jesús de Nazaret, sin dejarme llevar por el  fanatismo que creo hace tanto daño, hasta el extremo de la negación de la razón y la  impensable discusión equilibrada en un punto donde nos vemos chocando de frente, por así decirlo?, pienso que con fé, y con la disposición de ser nosotros los protagonistas de estos encuentros de comunicación con El Redentor. La comunicación con Dios y Jesús tiene que ser directa, sin intermediarios, orando en silencio hacia nuestro Templo Interno. Jesús lo dijo “Nadie Llega al Padre, si no es por mí” y es a través de Él, como debemos buscar al Todopoderoso. Creo que pretender llegar directo a la Fuente Primaria de la Luz Universal es un canto a la vanidad del ser humano. Pero sí contamos con la palabra de Jesús de Nazaret que lo pregona a los cuatro vientos y quien tenga oídos, que escuche, porque Jesús dioj:

“Yo soy el camino, la verdad y la vida”.

 

¿Este cambio de pensamiento hacia El Nuevo Testamento, donde se cuenta por los cuatro evangelistas el Ministerio del Maestro Jesús es acaso producto de lo que empecé a ver en medio de la crisis desatada por el Covid, un enemigo que no da tregua?, es probable, pero no por ello desmerecedor de valor por mirar la vida ahora desde otra perspectiva. Cuando se llega a una edad en que nos damos cuenta que estamos siendo más vulnerables a los achaques que comienzan a manifestarse de manera frecuente, podemos entender que cada momento cuenta y le empezamos a dar mayor importancia a las pequeñas cosas que en otro tiempo de existencia nos parecería de poca relevancia. La valoración sobre aquello que nos rodea se muestra con mayor peso y adquiere la justa dimensión en nuestra escala de estimación.

De allí que, disfrutamos todo lo que nos demuestra que seguimos siendo parte de la vida y del ambiente donde nos desenvolvemos cada vez. Pero eso nos viene cuando asimilamos que aquello que está por encima de nuestra limitación en la dimensión humana, existe, es, y guía nuestro acontecer. Que la vida no llegó por azar ni como un choque de partículas inanimadas en un caldo de cultivo de proporciones favorables para adquirir desarrollo molecular y ascenso evolutivo, hasta llegar a conformar la armoniosa formación en la complejidad estructural que termina en la cúspide con el ser humano.  Ese “Algo” direccionó  el desarrollo de las maravillosas estructuras moleculares, para que se complementaran a la perfección y ese “Algo”  regula la acción diaria de la vida en la Tierra y aún en el Universo entero. Ahora lo pienso así.

 

En el tiempo que se me ha dado de continuar viviendo y mientras tenga capacidad y disposición seguiré ahondando en los misterios de Dios y de Jesús de Nazaret que no dejan de asombrarme día a día desde que he seguido el avance en mi recuperación completa, porque creo que mi pensamiento y desarrollo espiritual se han fortalecido con la lectura frecuente del Nuevo Testamento y el encuentro con la Palabra de Dios. Tal vez, estoy obviando aquello de “Lo que haga tu mano derecha, que no lo sepa la izquierda”. Pero les debía estas líneas.

 

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