La cazadora tenía la mirada fija sobre el ramal del lago que se había desbordado por efecto de las lluvias caídas en el ciclo final de ese tiempo climático. Todos los animales de diferentes especies que se arremolinaban en sus pantanos, trataban de tomar el alimento de aquellos pastizales tiernos que crecían en las orillas a una velocidad vertiginosa. Ciervos, paujíes, grullas, patos y un número considerable de macacos que fungían como guardianes de ojos avizores, desde lo alto de los árboles, le daban una multiplicidad de colores llamativos a aquel ambiente donde la vida se podía sentir a plenitud. La cazadora había decidido salir de su madriguera por primera vez desde que había tenido a sus crías. No quería dejar a los cachorros a tan temprano momento; pero el hambre que sentía era insoportable y debía cumplir con el instinto de salir a buscar la presa que debía tomar para, a su vez, poder alimentar a la camada que se desesperaba allá en lo espeso del follaje que les servía de guarida.

Luchaba contra el viento para evitar que el olor que despedía, la descubriera ante su presa. Los macacos vigilantes, estaban demasiado ocupados devorando el corazón de la palma que les proporcionaba ese delicioso manjar. Pero ella también debía alimentarse y llevar comida a sus crías que la esperaban a una distancia segura. Había logrado burlar la vigilancia de los micos de las alturas y eso representaba una gran oportunidad de salir airosa de la cacería; cosa que era equilibrada, pues, la mayoría de las veces, cuando salía a cazar, no lograba obtener ninguna presa, en ese mundo de vida y muerte que le imprimía un verdadero dinamismo al ambiente donde pulula la vida silvestre.

 

Tenía una única oportunidad para vencer, no a las presas que acechaba, pues sólo tomaba una de ellas, permitiendo que las demás escaparan para continuar más adelante, con la rutina que proporcionaba el estar con vida, desenvolviéndose en ese ambiente, sino al momento favorable que no volvería a presentarse en mucho tiempo, porque la conjugación de los factores de la dinámica de la vida, no era fácil de darse en la naturaleza. Y salió rauda, disparada hacia aquel pequeño ciervo que se había apartado un poco del resto de la manada que pastaba en las charcas del pantano. El tropel de pezuñas y cascos retumbaban en las aguas poco profundas que rodeaban la zona; el aletear de plumas pesadas por la masa de agua que las envolvían, le daba un sonido característico al viento que soplaba ululante, como incentivado por los graznidos y chasquidos de seres que buscaban el callejón que  proporcionara una salida para escapar de aquella atmósfera de vida y muerte que se manifiesta cuando los depredadores van en busca de su sustento. Ese era el camino con que la madre naturaleza los había marcado y así se daba siempre. Muchos alcanzaron el terraplén que daba al campo abierto y lograron escapar de la cacería. Cuando todo se disipó, en todo aquel espacio, sólo quedó la cazadora con el pequeño ciervo saltador, sofocado en su mandíbula poderosa que aprisionaba con fuerza la garganta de la presa.

Después, lo llevó a rastras, por todo el trecho que quedaba por vencer para llegar a su madriguera, Estaba demasiado cansada para intentar comerla allí mismo. La carrera la había hecho gastar la poca cantidad de energía que almacenaba en sus músculos y estaba a merced de otros carroñeros, como las hienas y perros salvajes que, percibiendo el éxito de la cacería, comenzaban a orientarse hacia donde el viento indicaba. Parecía ser otro de sus enemigos naturales, porque se llevaba el olor, la energía y la información sobre la lucha que por la supervivencia se establecía entre el depredador y su presa.

Ahora su lucha no era por obtener una pieza para alimentarse y alimentar a sus crías, sino por defenderla de los otros depredadores que iban a interferir en su camino para tratar de quitársela, aprovechándose de su  cansancio. No bastaba con cazarla; había que preservarla y defenderla con todo, en esa dinámica de la vida silvestre.

 

 

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