Mi vida ha transcurrido en una zona costera, para saberlo. Todas las tardes, cuando salía de mi trabajo, yo cumplía con un ritual. Me detenía al borde de la carretera que serpenteaba los riscos humedecidos de la costa del litoral. Bajaba del auto y absorto en el horizonte marino, exhalaba un largo suspiro y soltaba amarras a mis pensamientos y a mis preocupaciones del día, hasta que se perdían por todo ese misterio que se extendía ondulante. Lejos, más allá de lo que se alcanza a ver.

Y así iba mi tiempo. Una de esas tardes, me demoré un poco más en la rutinaria salida del trabajo y cuando llegué a mi sitio favorito, ya el sol recogía sus últimos rayos rojizos o anaranjados (O tal vez eran combinaciones de ambos), para hundirse detrás de aquella franja lejana. Fue entonces cuando la vi a poca distancia de la orilla de ese mar inquieto. Estaba sentada al borde de una inmensa roca que sobresalía varios metros, caprichosamente esculpida en detalles, durante los últimos mil años.

Cuando quise llamar su atención para advertirle del peligro al cual se exponía por el incesante choque de las olas contra la roca, en una obstinada tarea de escultores milenarios, ella se volteó hacia mí, me miró con una tristeza que arropaba y se lanzó decidida a las aguas entre giros de espumas del mar revuelto. Lo último que alcancé a ver fueron aquellas aletas caudales que, centelleantes, se sumergían hasta perderse en la incipiente noche marina. Y eso fue todo. Veloz, instantáneo. Fugaz.

Han pasado algunos años de eso. Ya no trabajo y para seguir el encargo dado por mis hijos, mis nietos continúan llevándome diariamente hasta el paraje de siempre. Pero ellos no alcanzan a comprender qué puede gustarme tanto del mismo ambiente costero y lo atribuyen a una senectud imparable. Es que todavía creo que las visiones pueden repetirse. Y sigo confiando en que ella vuelva a presentarse. Ese es el único de mis pensamientos y preocupaciones del día que no suelto a navegar en mi ritual diario de contemplación lejana en ese mar ya fraterno. Lo mantengo anclado perennemente por los lados de estribor, entre sargazos, algas, corrientes marinas, golpes de olas y riscos coralinos. Porque, les digo algo: Si alguna vez la visión llegare a aparecer de nuevo, me hundo en el mar y me voy con ella.

 

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