Blanca Estela López Estrada, (Estelita), única hija de doña Providencia Estrada de López  y de don Cipriano López Lugo, murió a los setenta y cinco años de edad. Murió pura e inmaculada, ya que no se le conoció nunca hombre alguno. Murió “niña vieja”, como se dice por acá. Esa es la historia oficial de su vida y así se quedará. Pero tuvo un amor. Un amor que se le clavó en el alma cuando ya era una mujer madura, un amor pasional, un amor que todas las noches escalaba la tapia de su casa por los lados del fondo del traspatio y colgándose de una rama que sobresalía de un frondoso árbol de tamarindo, curtido por los años, se dejaba caer en el silencio nocturnal, para ir a encerrarse entre penumbras en aquella habitación con olor a alcanfor y a yerbas curativas, y así llegar a calmar a aquel fuego vigoroso que, desesperado, buscaba extinguirse de un cuerpo carcelero que lo mantuvo encerrado durante mucho tiempo de su vida saturada de flama ardiente.  Pero fue un amor prohibido por ella  y para ella misma, porque nadie supo nunca de su existencia y porque la diferencia de edad tan marcada, lo convertía en un absurdo para su mentalidad.  Sí, puede decirse que fue un amor demasiado distante en el  orden cronológico. Pero solo por eso.

De joven era una mujer de rostro agradable y sonrisa grácil. Tenía una pasividad en el habla, acostumbrada a hacerlo entre susurros, ya que en esa casa el único que levantaba la voz era su padre, don Cipriano López Lugo, secretario de toda su vida de la jefatura civil del municipio. Salía, cómo no, con las demás jóvenes los domingos, cuando iban a misa de siete de la mañana y, después, participaba en las tertulias que envolvían a las muchachas alrededor de la estatua del Prócer en la plaza central del poblado. Eran muchachas casamenteras, todas.

Desde muy joven su madre le enseño el oficio de corte y costura en una máquina de coser marca Singer, que su padre había mandado traer a lomo de buey, desde la capital del estado. Por su condición de funcionario del gobierno, se permitía esa fineza. Siempre fueron considerados una familia de respeto y así lo demostraba cada persona que pasaba por la calle empedrada y las veían por el ventanal, en aquel zaguán, dándole pedal a la máquina de coser.

Tuvo una vida social, si se quiere, aceptable, en aquellos tiempos donde la imposición familiar era, con mucho, más marcada que en épocas recientes. Así, fue madrina del club de fútbol “Águilas”, cuando se organizó el primer campeonato local. También era asidua asistente junto con las hermanas Pérez Castillo a colocar cintas multicolores en los hombros de los coleadores, aquellas tardes cuando trancaban la vía principal poniendo obstáculos en las boca-calles, para las coleadas de toros. Así que, en su juventud participó como cualquier hija de familia en todos los eventos y festividades que le daban vida y realce al poblado. Al paso del tiempo, todas las amigas de Estelita se casaron, formando sus propias familias y cada una buscó nuevos horizontes más allá del poblado, en su mayoría. Solo ella, Blanca Estela, permaneció soltera, cayéndole el tiempo, como la escarcha invernal que cae lentamente hasta cubrir el cuerpo, con aquella capa que se superponía cada año. Entraba así en la edad madura, donde la renuncia a formar un hogar y tener sus hijos, fue la cinta que terminó de amarrar su propia realidad.

Cuando   don Cipriano López Lugo enfermó con un terrible malestar de próstata que lo obligó a guardar reposo absoluto en su casa y, por lo tanto a alejarse del trabajo, llegó al pueblo Eugenio Carpio Valbuena. Era un joven de poco más de veinte años, enviado desde la capital a encargarse de la secretaría de la jefatura, mientras durara el reposo de don Cipriano. Ante ese duro trance, nada más natural que presentarse a la casa del enfermo, a quien iba a suplir en las funciones administrativas y oficiales. Se presentó a caballo, cabalgando con dos policías que habían hecho el viaje con él. Preguntando aquí y allá, llegó a la casa de Estelita.

—Buenas tardes —saludó.

—Es esta la casa de familia de don Cipriano López Lugo —siguió.

Estelita salió al encuentro y desde el portón principal de la casa, lo vio. Un leve estremecimiento le recorrió el cuerpo. Aquel cuerpo que, sin haber recibido caricia alguna masculina, supo sentir el electrizante llamado del deseo profundamente dormido, desde  todo tiempo pasado.

—Sí, aquí es —respondió.

—Mi nombre es Eugenio Carpio Valbuena y vengo nombrado desde la capital para sustituir a don Cipriano en el cargo que ocupa —señaló.

—Muy bien —respondió Estelita y lo invitó a entrar.

La conversación entre don Cipriano y Eugenio fue larga. Había sido conducido hasta el fondo del patio, bajo la sombra de un tamarindo que creció en el trasfondo y por la longevidad sus ramas se extendían como una carpa de circo en el perímetro. Allí conversaron entre pocillos de café humeante, sobre los pormenores del cargo que uno entregaba y el otro recibía.

Eugenio se hospedó de momento en la única pensión del pueblo y en ella tomaba su alimento, pero por situaciones propias del trabajo era un invitado frecuente a almorzar en casa de don Cipriano, donde Estelita se esmeraba en preparar suculentos platos criollos que tanto agradecía Eugenio. Pero lo que más le gustaba a Estelita era el agradecimiento que él le enviaba en aquellas miradas largas que se encontraban en el aire con las de ellas, como dos trapecistas y como queriendo decirse lo que, por lo menos, en el pecho de ella se había formado. Esto no pudo pasarlo por alto, Eugenio. Y se preparó, sin más dilación.

Una tarde en que por la confianza brindada se habían quedado solos en la cocina, Eugenio le pidió que dejara entreabierta la puerta de su habitación. Así, directo,  por todo el cañón. Aquello le agitó el corazón a Estelita; haciéndole caer la loza que sostenía en sus manos.

—Pero si yo te llevo el doble de tu edad —protestó sin fuerzas.

Eugenio se mandó entonces una prosa retórica, adornando sus palabras con poesía de la buena y un discurso vehemente, de aquellos que solía dar en las esquinas de la capital y que encendían los ánimos de los tranquilos lugareños. Precisamente, esa había sido una de las razones por las cuales fue enviado hasta ese pueblo de esa alejada región rural.

Ella se negó, pero Eugenio que nunca daba su brazo a torcer tan rápido, siguió insistiendo hasta que no pudo más. La necesidad de sentir aquel cuerpo tan fuerte, joven e impetuoso terminó por vencer su resistencia resquebrajada y se entregó con todas sus fuerzas y todas sus ganas reprimidas durante tanto tiempo. Fueron noches de intensa pasión, de caricias hasta el exceso, de alegrías, llantos y tristezas intercaladas, que se acentuaban cuando una sombra se deslizaba hasta la tapia y escalaba pasando al otro lado, hacia la calle, para dejarla sumida en un sueño interrumpido a ratos por sollozos entrecortados, ante la llegada de un nuevo amanecer que le mostraba el rostro de una realidad acusadora y remordedora de conciencia. Al tiempo murió don Cipriano y desde ese día, doña Providencia se entregó a sus recuerdos aferrándose a un sillón de donde no volvió a levantarse para caminar, Estelita entonces se vio obligada a cerrar su relación con el mundo, dedicada al cuidado de su madre. Sin embargo, la visita nocturna seguía subiendo la tapia y pasándose por entre las ramas del tamarindo, aliviaba aquel dolor espiritual con caricias que la mantenían con su llama interna todavía crepitante. Era una visita que cumplía a fidelidad y nunca pidió más que lo que aquella dama otoñal podía y sabía darle.

Pero una noche ya anunciada, no llegó. Aquella sombra deslizante nunca más volvió y ella no pudo preguntar a nadie qué fue de la vida del secretario de la jefatura del pueblo, pues, la criada, mayor que ella y que apenas salía a comprar lo de comer, tampoco sabía de novedades y tampoco podía darle razón. Siguió su vida, cuidando de su madre, hasta que murió. Y así, poco a poco, como recogiendo sus pasos, volvió a contactar con el mundo externo. El mundo que seguía viviendo al otro lado de la tapia de su casa. De cuando en cuando se la veía caminar con un andad lento y callado, sumida quizá en otros tiempos mejores. Respondía entre susurros el saludo respetuoso que se le brindaba al pasar rumbo a la iglesia, de manera inveterada. Fue, sin duda, una dama muy respetada hasta sus últimos días.

El transcurrir del tiempo terminó por borrar todo recuerdo de aquel joven que, una vez, llegó al pueblo a ocupar el cargo de secretario de la jefatura civil, Pero en su corazón, en su cuerpo ya longevo, permanecería con fuego marcado las visitas nocturnas de una sombra que saltaba una tapia y se deslizaba colgando de una rama de un frondoso y ya vetusto tamarindo. Por cierto, este árbol fue cortado hasta su tronco, cuando ella pidió a unos leñadores que lo hicieran, pues, corría el riesgo de caer sobre el tejado de la casona. Fue lo que adujo.

Blanca Estela López Estrada murió a los setenta y cinco años de edad. Los vecinos alertados por la vieja criada que sobrevivió, se encargaron de los actos de velatorio y entierro. Terminó entonces por quedarse aquella casona sola, sin herederos, porque de la vieja criada no se supo más. El deterioro ya es evidente al paso de los años y ya ha pasado a ser parte de la municipalidad y por ser ahora un cascarón derruido, se está rematando al precio de gallina flaca. Si usted quiere una casa que tenga historia y color local, esa casona lo es. Allí se vivió un amor tormentoso, apasionado y puro, porque las entregas y caricias venían desde el fondo del alma y en aquellos tiempos donde a la mujer le estaba vedado manifestar todo deseo, todo sentimiento carnal y espiritual que pudiera albergar en su corazón.

Yo me quedé pensativo un rato, sintiendo la brisa fresca de una tarde llanera que llegaba desde lo lejano del horizonte a refrescar la modorra, cuando andaba preguntando por alguna casa en venta para venir a escribir mis cosas de vez en cuando. Pero decidí preguntarle al señor mayor que me atendió gentilmente, cuando me le acerqué a su silla de ruedas y me dijo que había tenido un accidente al caerse de un caballo cuando era un joven fuerte y decidido para lo que fuera.

—Y usted, ¿cómo supo todo lo que aquí pasó, si esa historia, por lo que me dice, se extinguió con los habitantes de la casa? —le pregunté.

—Porque yo soy Eugenio Carpio Valbuena —me respondió.

Y lo que iba a decir se me quedó trabado en la garganta, pues, la brisa vespertina me dejó un sopor caliente cuando pasaba.

 

 

 

 

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