(A propósito de “El ocaso del pensamiento” de Emile Cioran)

 

Emile Cifran es un extraño pensador que recusa al pensamiento. Nació en Rasinari, Rumania, en 1911. Se graduó en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Bucarest con una tesis crítica sobre el pensamiento de Bergson. En 1937 el Instituto Francés lo envía a París para cursar estudios en la Sorbona y desde entonces adoptó la militancia del amor a Francia y la lengua: a partir de ese momento únicamente escribió en francés. Al llegar a París renunció a la ciudadanía rumana sin refugiarse en una nueva. La condición de apátrida acompañó a su renuncia a lo que más amaba: la condición de pensador, descubriendo el vacío de la existencia. Este amargo cuaderno de reflexiones nos enseña que quizás lo que en Occidente llamamos pensamiento ya ha llamado a responsos, y nadie acudió al funeral.

Uno debería ser adscripto a una lengua desde su nacimiento; el accidente de nacer en una geografía, que es decir un espacio, ya es ineludible, como así también el tiempo de nuestras biografías. Cioran ha demostrado que uno puede cobijarse bajo la adopción de un lenguaje y permanecer fiel a ese estatuto día a día.  St. John Perse ha dicho que el estilo de Cioran lo consagró como uno de los más grandes escritores franceses desde la muerte de Paul Valéry; y esto mantiene la vigencia de su elección.

Mantuvo diálogos con Samuel Becket, Gabriel Marcel, Henri Michaux, Octavio Paz. Quiso crispar los límites entre la fe y la convicción, tal vez para convencerse y convertirse, estudiando con la paciencia de un cenobita a los místicos, el budismo con sus mil derivaciones, las ramas del árbol que sembró Cristo, el Islam que es una fe y una profesión, y el judaísmo, que no es ninguna de las dos cosas.

Escribió aforismos que es la forma más enigmática de expresar un pensamiento; con palabras mezquinadas que expresan múltiples sentidos, tantos como leyentes tenga una obra. Sostuvo hasta el final una extraña hipótesis: que la lucidez es un estado transitorio, una isla amenazada por las tempestades del deseo, la desesperación, el remordimiento y la locura.

Ha escrito que la civilización fue un pacto con el diablo; y éste ganó la partida hace mucho tiempo, domesticando al hombre para apoderarse de las cosas convirtiéndose en su esclavo, cuando la salida es, manifiestamente, todo lo opuesto: desasirse de todas las cosas banales, para permanecer libres. Como en un voto religioso de bautismo, ha renunciado a las propias virtudes, a permanecer en sí declarando que el yo es una ficción malsana, a la seducción del deber, al vicio de una profesión y a la depravación del trabajo. Ideas de Rousseau y Engels (la alienación del trabajo) se han transfigurado en este confuso anacoreta sin más patria que el destino. El pesimismo, que es fruto del nihilismo, predica en sus admirables epigramas, aforismos, silogismos, y las ácidas paradojas que dejan al pensamiento “flotando en su propio vacío”. Cuando lo tildaron de ser un “cortesano del vacío” él se agregó otro título tan corrosivo como el ajeno: “sepulturero con una pátina de metafísica”. En 1949 publicó “Breviario de podredumbre”, su primer texto en francés que lo alejó de las tendencias a la exageración, antes de hacer sus anuncios ominosos. En 1952 “Silogismos de la amargura” ya prefiguró el pesimismo irredento de su pensamiento. Siguieron “la tentación de existir”, de 1956; “La caída en el tiempo”, de 1965 y “Del inconveniente de haber nacido”, de 1973.

En “Ese maldito yo” alcanza a decir: “Yo soy diferente de todas mis sensaciones. No logro comprender cómo. No logro ni siquiera comprender quién las experimenta. Y por cierto, ¿quién es ese yo del comienzo de mi proposición?” , pregunta~inquisición que parece un retruécano y sin embargo, los ecos de su sentido crean ese vacío demoledor que Cioran sintió como un agobio, y quiso describírnoslo para hacernos participar de su desesperación.

Para escapar a esa trampa, muchos se refugian en las ideologías, las religiones o el trabajo creador, actitud que para Cifran significan salvoconductos tan ignominiosos y perversos como las drogas, el alcohol o los delitos económicos. En el fondo de su predicación está la miseria fundamental con la que él inviste a la criatura humana, pensante para su propia degradación. Cioran hubiese sido descrito como un cínico, un discípulo de Diógenes de Sínope (o su maestro) por Dióagenes Laercio: lapidando constantemente aquellos hábitos que todos consideramos superiores (el pensamiento, la verdad, el remordimiento), acumula piedras que siempre están amenazando sepultar sus propias conclusiones.

Y sin embargo, esta ascesis, esta purificación de su crítica, se hace necesaria como el aire en momentos de tanta confusión y derrumbe de ideas. Tal vez debamos demoler algunos templos y monumentos que el tiempo ha vuelto ociosos, y únicamente sirven para perturbar la visión de la realidad.

El destino de los libros es similar al destino de los hombres. Este “Ocaso del pensamiento” se publicó en Rumania en 1940 y un pesado silencio pareció caer sobre sus revelaciones. Nadie pareció percibir el peso demoledor de su prosa. Recién en 1991 cuando se autorizó la versión francesa, se pudo apreciar la hondura abismal que encerraba, y las tinieblas de dudas que anunció detrás de su apertura latigaria: “Uno puede decir con toda tranquilidad que el universo no tiene ningún sentido, que nadie se enfadará”. Después siguen reflexiones sobre el mundo, Dios, la muerte individual, la falsedad de doctrinas que no sucumbieron con los imperios que las vieron nacer. Sólo una frase del libro nos basta para sentirlo estremecerse bajo nuestros pies:

“El remordimiento es el reverso del olvido; todo lo que no se olvida, desgasta inútilmente el alma”.

 

De: “El escritor caníbal y los enanos” Amazon Kindle

 

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