Somos tan ilusos.

Entramos a lo desconocido seguros de lo que sabemos. Pero la verdad es que lo desconocido es eso, no puede saberse de antemano. La experiencia solo sirve en situaciones muy parecidas, por no decir idénticas.

Tras varios meses de aislamiento, comenzamos a extrañar lo que dábamos por sentado.

Y es que nos es muy difícil lidiar con la incertidumbre. Damos por hecho el día siguiente, nuestro próximo movimiento, a veces hasta descartamos las variables de las que depende nuestra existencia.

Somos equilibristas en un hilo muy delgado llamado vida

que pende de dos puntos inciertos y aún así creemos que tenemos el control.

Si algo he aprendido estos últimos meses es que la dicha y la desgracia no son fenómenos deterministas más bien son aleatorios.

Sin embargo apostamos siempre a ganar, aún más cuando vivimos en un mundo que le huye a la realidad. Que vive de espaldas al mal, motivado por el buenismo y la ilusión de que la realidad se construye a partir de los buenos pensamientos y las intenciones, ignorando convenientemente el poder irrefutable de las acciones.

Hemos visto lo escaso de nuestro poder de actuación individual, siempre esperando a quien nos salve, quien nos de la solución, el líder que nos diga que hay que hacer, haciendo gala de un empoderamiento  y conocimiento que deja mucho que desear. Hemos llegado al punto de la fragmentación, pequeños conglomerados que separan lo más importante…la propia humanidad.

Vivíamos tan aislados y no lo sabíamos y quién sabe si alguna vez volveremos a unirnos…

 

 

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