Es medianoche. Hay alguna especie de celebración. La casa está llena de rostros repetidos, familiares, aborrecidos. La música, densa, lenta pero estridente, aparentemente un jazz. Alguien enseña un álbum de fotografías.

El hombre sonríe, o cree sonreír, o desfigura la cara en una mueca que todavía quiere creer una sonrisa. Parece intentar recordar algo, acaso de su infancia, pero trabaja solo, porque carece de un objeto físico como ese álbum de fotografías, que sostenga y reavive sus recuerdos. Está bebiendo un bourbon. Mira por la ventana trasera, hacia el sur, aún más al sur, hacia donde debería estar la casa vieja de sus padres y abuelos, la casa de su infancia, la que se quemó en el noventa y nueve.

Sale, se detiene un rato en el porche y se sienta. Mira la luna (está en cuarto menguante) y sigue bebiendo. De repente, se levanta. Enciende un cigarrillo y, sin dejar de beber su copa, apenas notándolo, comienza a caminar.

Camina despacio al principio, arrastrando los pasos. Se vuelve y echa un último vistazo a la simétrica casa y el simétrico patio trasero. Termina el bourbon y arroja la copa lejos de sí, como desechando un papel borrador. El pasto está cada vez más alto y más mojado. Le cuesta caminar. Transpira, tiene la camisa empapada y pierde el cigarrillo. Se desespera progresivamente y, de pronto, comienza a correr.

Se le hace difícil distinguir el suelo donde pisa, las nubes han ocultado la luna. Se topa con un pequeño desagüe nauseabundo. Lo cruza y, entonces, llega a la casa vieja.

Está rodeada de policías, luces, voces. Tanta gente lo abruma, lo asusta. Entra por una puerta lateral, revisa todos los lugares de la casa, atestiguando el antiguo y conocido orden. Desde la cocina, llega un aroma hermoso, hipnotizador que le revuelve las entrañas. Va hacia allí. Una olla hierve pesadamente. Abre la heladera y saca dos sándwiches de una bandeja.

Sube al primer piso y, mientras come uno de los sándwiches, mira los dormitorios. Sigue avanzando por el pasillo, sube otras escaleras y llega al desván. Abre la puerta, pero ésta no cede completamente, como si hubiese alguien escondido detrás. De repente, sabe quién es ese alguien, sabe que lo están buscando, pero simula no haberlo visto. Se han hecho amigos, aunque sus padres le tienen prohibido hablarle.

 

Revisa una vetusta biblioteca. De reojo, puede ver sus pies asomando detrás de la puerta entreabierta, pequeños pies oscuros, de plantas blanquísimas, los pantalones recortados asimétricamente a media altura. Entonces, surge nítida la voz de su madre, llamándolo a cenar. Ya voy, grita, mientras saca un pequeño cuaderno de tapas azules de entre los libros de la biblioteca. Su cuaderno. Lo hojea, mira los dibujos de casas con techos rojos a dos aguas, las flores gigantescas del mismo tamaño que las casas, las primeras oraciones, con las letras perfilándose nerviosas, inseguras. Lo cierra y se lo guarda entre las ropas. Luego, deja el segundo sándwich sobre la repisa de la biblioteca y sale.

Baja y atraviesa el pasillo. Un calor creciente lo envuelve todo. De nuevo en el living, repasa por última vez los muchos retratos. Sabe que debe apresurarse. Sin embargo, se detiene unos segundos ante un espejo ovoide, intentando retener la imagen difusa que le devuelve para luego recordarla, desmenuzarla en silencio. Sale al patio. La casa arde. Sabe que es por él, que están quemando la casa para quemar al chico de los pies oscuros y las plantas blanquísimas. Su amigo.

Ve difusamente a su padre conversando con un policía. Hay viento, le llegan retazos de la conversación:

“…Dos pájaros de un tiro”, “…ese maldito”, “… seguro”.

Ríen más que hablan. Se interna en el campo, curiosamente iluminado por el incendio. Oye su nombre, lo llaman, es la voz de su padre, pero no se detiene.

Comienza a correr. Tropieza una, dos, cien veces, cae de bruces en el desagüe. Allí, sumergido a medias, hediondo, solloza con torpeza. Después, inventa fuerzas, se levanta y sigue. Ya ve las luces. Tiene que saltar un alambrado que se le interpone, un alto alambrado de púas que sale de la nada. Siente un dolor gélido en el brazo, siente la sangre escapándosele rítmicamente del cuerpo. Entonces se revisa y advierte que ha perdido el cuaderno. Pero ya es demasiado tarde para regresar. Ya está de vuelta.

Se acerca respirando con alarmante agitación. Mira la casa inevitable y el inevitable patio, oye la música odiosa, las risas que lo abruman, lo asustan. Avanza hacia ellas y, antes de echarse a descansar, le da una patada fuerte, seca, al imbécil que duerme tirado en el porche trasero, borracho de nuevo.

 

Diego Rodríguez Reis

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