Un niño inhala su mona y el hedor de las alcantarillas. Hace tiempo vive debajo de los puentes picados por óxido y apolillados. En plena temporada de lluvia ve a las ratas corretear entre la basura y el lodo. No sonríe con facilidad, hace muecas de simio cuando siente que el vómito le marea y le hunde en un desmayo, del cual despierta con salpicones de jugos gástricos, porque en su estómago no hay nada.

Le ha importado un comino dejar a su madre y a sus hermanos, se decidió por rolarla en aquellos lugares a los que su familia nunca imaginó pudiera estar un niño y, más aún, sobrevivir a la inmundicia y a la soledad. Su padre murió en la cárcel cuando él nació. Nunca supo su nombre. Nadie lo recordaba.

De vez en cuando va por las calles, descalzo, al filo de las banquetas, y los coches zumban a sus costados, impetuosos. Él es todo vértigo con los relámpagos de la ciudad refulgiendo dentro de sus ojos: Violentas aspas. No le importa comer, no le importa el presente, sólo ir a la trastienda de un local aceitoso y recoger las latas medio vacías de PVC. No tiene amigos; las cucarachas y los gusanos que rondan cerca de él, a veces mueren en un pedazo de algodón que los apachurra y, alguna que otra vez juega con ellos, quemándolos lentamente con un cerillo.

 

Al amanecer relumbra el sol entre las rendijas de los tablones. Trastornado, vagabundea por las avenidas con un coágulo de metal en el pecho. Se funde en su viaje. Los parques públicos están repletos de escuincles, que felices, juegan y se esconden unos de otros. Él, a la distancia, con un cínico gesto y labios pútridos, ve los camiones de basura rondar las vecindades y recoger toda la inmundicia que había debajo de los puentes.

 

 

 

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