Caminaban de prisa, inclinados, como si las ráfagas de viento repentino les impedían ver el sendero, a lo lejos. Salían a la búsqueda de lo que pudieran hallar para traer a casa. Hablaban como queriendo cada uno enterarse de las cosas dichas por el otro, pero ninguno sentía que se aportaba nada nuevo, distinto, inesperado, desde el día anterior. En una rutina ya adormilada los pasos resonaban con mayor fuerza sobre los montones de hojas resecas por este sol amarillo opaco. Montones de hojas que se desgajaban de las ramas de los árboles, dejándolos pelados. Y esa calma, bruma pesada que arropaba con su resplandor de sol oxidado, dándole el aspecto de ola ambarina a todo el entorno.

Cada día salían a la misma hora, como si se pusieran de acuerdo para hacerlo, aunque al despedirse por la tardecita del día anterior, no se dijeran nada. Parecía que habían hecho un pacto con el tiempo y él los esperaba sin cambio alguno, retratando el día como el pasado y como el de otros días atrás. Se perdían por el sendero trillado de tantos pasos que se veían marcados. Muchos de ellos repisaban sus huellas de antes y sentían que sus pasos se reconocían, saludándose por el rítmico sonido de chas, chas, que se repetía como una letanía de pájaro perdido, desorientado en el monte.

Seguían camino abajo, por un  sendero trajinado por siluetas borrosas que ya habían iniciado su andar diario con los primeros rayos de sol.

Soñolientos, amodorrados de una noche intranquila. Caminaban delante, en parejas o grupo, algunos solitarios, como pagando una promesa aún no cumplida, pero que se empeñaban en cancelar adelantado por aquello de comprometer al santo.

¿Por qué los pusieron a andar el sendero de esa manera?, dicen que por una enfermedad que está en el aire, como si el aire no transportara sus propios problemas también, porque para todo mal, tiene que haber un bien que se salga al paso y el aire, ese aire caliente y pegajoso, no reconoce a quienes lleva, cuando se trata de cosas dañinas o benignas y diminutas, para más saber. Para todos hay, y, además, el cuerpo sabrá distinguir y escogerá lo mejor que le cuadre a uno. Y nadie se ha sentido indefenso, enfermo, como para no dejar de salir al paso de cada día, porque no se ve nada distinto, salvo locales cerrados, cosa que no conviene a nadie, ya que la gente se arremolina en torno a aquellos pocos que abren sus puertas, aunque su mercancía sea la misma de ayer y de anteayer.

No viene nada nuevo, no hay reposición de material, dicen que porque no hay transporte que traiga las cosas comestibles desde lejos, desde donde se saca, desde la zanja que se abre en la tierra para sacar el producto. Llegan todavía con la fresca a una zona no declarada, pero sí aceptada, como esa zona central de todo ese ambiente, donde los tarantines de los vendedores ambulantes de toda la zona se colocan, sosteniéndose a duras penas entre piedras y suelo plano.

Al grito de marchante, como llamando a quien pasa vigilante, escudriñador de la mercancía expuesta, inician su jornada, esperando tener un buen día de venta.

Pero ellos, los andantes siguen y recorren todo el ambiente, hasta posarse en su área favorita, debajo del árbol más frondoso, porque saben que, al paso de la tarde, el sol opaco alumbrará los rostros enjutos, cansados y arrugados, tal vez de llevar los ojos entrecerrados por la fuerza del viento diario que, indiferente, los golpea incesante, marcándoles su huella, como  rastro de serpiente que se arrastra y deja una línea cruzada en el terraplén duro y compacto, seco y caliente de cada mediodía.

La fresca de la mañana los acompaña en la bajada, pero el sol pesado de la tarde, pesado, como si arrastrara vivencias, convirtiéndose durante ese lapso de tiempo que parece un soplo apurado que no quiere quedarse más de lo que tiene que ser, en un ancla llena de costras de salitre que se los lleva casi a rastras, como empujando lo que se trajinó ese día. Y, al regreso, vienen hablando entre dientes, para evitar que las pocas fuerzas que todavía traen, se escapen al soplo seco, enrarecido y amargo, tal vez, por el tapaboca o mascarilla que los han hecho ponerse, haciéndolo, al paso de los días, una prenda más de la indumentaria que se ponen a diario, ¿Y hasta cuándo tendremos que llevar este trapo que no nos deja ver el rostro que tenemos?, se preguntan, y se responden, ojala que no sea para muy largo, porque se van  a olvidar de cómo éramos.

Y siguen su marcha cansina hacia arriba, allá en el cerro, yo no creo que ese bicho llegue hasta donde vivimos, y si llega, no le quedaría fuerzas para atacarnos. Y siguen su andar, ya separados, pero con la idea clara de que, mañana, cuando amanezca, volverán a encontrarse en ese cruce y desde allí, juntos emprenderán otra caminata  a ver qué traen de vuelta. Ese andar diario no va a ser interrumpido por achaques que no sean los que atacan a los viejos. No estamos ya para nuevos males que vienen traídos por ese viento indiferente. Eso dicen. Y empiezan la bajada diaria. Allá van los andantes.  Ayer no trajeron nada, como no haya sido la habladera,  pero hoy es otro día. Y, quién sabe.

 

 

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