Continuación…

Algunas veces ganaba unos puntos cuando me lanzaba a acompañarte hasta la proximidad de tu casa y desde allí tenía que volar, en sentido figurado, hasta la mía, ya que mi madre calculaba con una precisión de reloj de catedral el tiempo que debía tardar en regresar desde la salida del colegio y yo no me atrevía a decirle que había estado acompañando a una muchacha que me quitaba el sueño y me arrugaba el ánimo si no se despedía con una sonrisa. Si te ríes, es porque lo recuerdas. Dirás que eso no significó ser novios. Es verdad, pero una noche en que me encontraba con unos amigos cercano a tu hogar, me arriesgué a más, me acerqué donde estabas, te pedí unos minutos a solas para hablarte y allí te declaré mi amor y me aceptaste. Formalmente fuimos novios desde esa noche. ¿Será que ese instante mágico también lo olvidaste?

A partir de allí te acompañaba solícito hasta tu casa, bueno, hasta la puerta de entrada que ya era bastante y los fines de semana íbamos a la función de cine de 7 a 9 de la noche, ya que algunas veces querías asistir a la función de 9 a 11(acompañada por algunas de tus hermanas), y yo no podía ir, pues, mi madre, con aquella protección extrema, no me daba el permiso para hacerlo. Los domingos por la noche, nos encontrábamos en la plaza central del pueblo, como todos los jóvenes, para caminar el rato girando a su alrededor, al vaivén de la música que interpretaba la banda municipal con melodías variadas y que representaba una atracción ineludible en el poblado. Sí, esos domingos de retretas jamás los olvidaré. Sé que tú tampoco. Pero, empezaste a cambiar. Ya no procurabas estar junto a mí, sino que buscabas cualquier excusa para dejarme plantado a mitad del patio principal del colegio y yo tragaba grueso algún lagrimón rebelde que pugnaba por brotar.

En fin, te alejaste definitivamente. Pero ese sentimiento primerizo que me inquietaba no me lo pude arrancar. Pensaba que se iría borrando en un tiempo relativamente breve, no te creas, ya que una de las cosas que siempre tuve presente era el estar consciente de mi ubicación exacta en el medio social que me correspondía y sabía que tu círculo me quedaba algo elevado, pero, siguió allí, hasta que pude ver lo inverosímil de esa situación.

A partir de ese momento me dediqué a estudiar en serio, queriendo beberme los años de estudios que faltaban para culminar el bachillerato y a pesar de buscar establecer otra relación formal, cuando te vi partir ese día, supe que jamás llegaría a encontrar el amor en mi pueblo. Y así fue. Nunca lo encontré. Como ves, tu ausencia me marcó para siempre.

Bien, eso era lo que quería decirte. Ya siento que me he descargado ese peso emotivo enquistado, con su costra endurecida por los años y, además, oigo a mi gente regresar de sus compras navideñas. Voy a darle un clic al deletedel teclado para borrar esta carta que, la mera verdad, no voy a imprimir. En parte, porque no conozco la dirección exacta de tu residencia en la ciudad donde te estableciste, ni, mucho menos, tu email, y, en parte, porque creo que esta nostalgia sentimental decembrina también se borrará con las anécdotas que traerá mi familia a su llegada de compras. Pero, te aseguro que en Nochevieja, cuando suenen las doce campanadas del reloj, anunciando la entrada del Año Nuevo, brindaré por ti… en silencio. ¡Carajo! Quién me iba a decir que, a estas alturas de mi vida, iba a actuar como los enamorados sufridos de la época victoriana ante un amor perdido. O  como aquellos caballeros que se batían en duelo por el amor de una mujer, emulando a los personajes de las hermanas Brontë o de Jane Austen en sus novelas clásicas de romanticismo. Pero… así son las cosas.

Me despido en esta carta escrita para ti, que nunca llegarás a leer…

 

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