Lo que relataré seguidamente llegó a mis oídos por boca de unos pobladores de una pequeña ciudad, aunque no sé si llegan a tener suficientes habitantes para ser considerada tal, pues creo, que en realidad es un pueblo; pero sus habitantes prefieren llamarla ciudad. Lo cierto, según me contaron estas personas, es que en este lugar y otros cercanos fue donde se desarrollaron las historias que me narraron.

Paseando por el pueblo – ciudad, según sus habitantes- del Plata encontré una suerte de cementerio de autos. Un depósito de chatarras, específicamente de autos viejos. Lo aclaro porque hay otros que donde es posible hallar todo tipo de chapas, auto-partes de autos nuevos y viejos. Incluso suelen encontrarse rejas de arado y lo que se le ocurra a cualquier buscador. Pero aquí, sólo hay autos viejos. Entre ellos llamaron mi atención unos viejos Ford A.

La tarde en que andaba por el lugar y los vi, no lo podía creer. Estaban ahí, varios. La mayoría en muy mal estado. Bajé del auto en que andaba y me dispuse a registrar fotografías d esos hermosos autos viejos, muy destruidos, pero que tienen un no sé qué, que me cautiva. Para mi sorpresa, mientras hacía las fotos, mientras elegía el mejor ángulo para aprovechar mejor la luz, se aproximó un señor de largos bigotes y sombrero en un Ford A, que funcionaba a la perfección. De hecho, hizo sonar su claxon característico. Era increíble, muy bonito vehículo. El hombre saludó y preguntó: “No le interesa comprar uno”. “Están a la venta… – continuó. Tengo partes para restauración y conocidos que realizan ese tipo de trabajo. Mi nombre es Juan Ramón. Me dicen J. R., como el personaje de la serie Dallas… ¿Se acuerda?”

–Sí, claro que me acuerdo -contesté. Pero veo que incluso usted usa botas de estilo tejanas, al igual que ese sombrero…

–Bueno, debo reconocer que usted es muy observador. Y sí, me gustó el personaje de la serie y justamente las iniciales de mis nombres coinciden, por lo que le puse a mi negocio: J. R. Antigüedades.

El nombre me apreció un tanto desmesurado tanto como el rango de ciudad para lo que es un pueblo. Quizás sea como los cuentos de los pescadores, donde todo se magnifica un poco para darle color a la cosa.

Entre charla y charla se hizo de noche y J. R. me invitó a pasara su local de ventas, y así llegamos a su oficina. Es confortable, decorada con buen gusto, mucha madera y objetos antiguos le dan un toque de cierta distinción. Algo raro para un lugar alejado de la ciudad, y de la ruta principal. Pocos, creo yo, llegan a este rincón, si no es por perderse. Aunque quizás tenga publicidad, pero está lejos de la ruta principal. A un costado de la oficina había gran cantidad de partes de autos viejos. Contrastaban con los que se veían en el cementerio de autos, de allá afuera. Al ver tantos me di cuenta de la pasión de  J. R. por los Ford A. Él me preguntó -casi como distraídamente – si conocía las historias de esos autos, de sus dueños….

–No, no, claro que no -respondí. No creo conocer historia de auto alguno de la zona. Pero… si usted tiene tiempo y ganas me encantaría escuchar y conocer.

–Pues…  Con mucho gusto. Es un placer para mí compartir historias. Porque, como sabrá, poca gente se interesa, hoy por hoy, por las historias, por conversar, y menos por historias sobre estos autos antiguos.

  1. R. encendió una cafetera y al minuto se sintió como la atmósfera de la oficina se inundaba del aroma a café mezclado con el olor de la leña de la estufa encendida, en cuyo interior crepitaban unas gruesas astillas.

“En mayo del ´37 – así inició el relato J. R. – los hermanos Santos, casi fueron atrapados a tres kilómetros de aquí. La Policía los persiguió por varios kilómetros, después que robaran la estación de trenes. Los conductores del vehículo sabían que en el tren traían el dinero para pagar a los jornaleros que ayudaban en la cosecha de papas”.

–¿Dijo casi…? -le pregunté a J. R.

–Sí, casi… Porque tenían dos cachilas, idénticas. Y usaron una para escapar, mientras estacionaron la otra en la entrada de una casa de campo. La policía la rodeó. Pero esperaron demasiado tiempo. Casi media hora. Finalmente, ingresaron a la finca. Para su sorpresa, nadie había allí. Los forajidos habían escapado son su botín montados en su otro vehículo. Tiempo después la encontraron abandonada en un pueblo distante a unos 200 kilómetros de aquí. Estuvieron ambos coches requisados por la policía por unos 30 años. Estaban olvidados en un galpón. Pude comprarlos luego de ese tiempo y ahí está uno de ellos – dijo señalándome uno rojo. El que uso, es el otro, y es justamente, el que ellos ‘utilizaron para darse a la fuga’ -como dice el relato policial de la época.

–Y anda lindo – le dejé saber.

–Vaya que sí. Lo restauré totalmente. Invertimos mucho dinero en repararlos. Pero es una reliquia y lo considero a esto, como una suerte de museo. Al costado del volante, va colgada una foto de sus antiguos propietarios, posando – a su disgusto –  delante del Ford A tudor estándar. La imagen fue tomada dos años después del robo, en la estación del ferrocarril, una suerte de trofeo para los policías que atraparon a los bandidos.

La historia me fue confirmada, tiempo después, por otros pobladores del Plata. Pues me hice habitué de la zona, y visité varias veces a J. R. Uno de los pobladores es sobrino de un policía que participó en la búsqueda de la cachila de la fuga y sus poseedores bandidos.

Pedro Buda

2019

 

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