Conocí a “jaguareté michí” el día de su cumpleaños número ochenta. Su nombre es Dionisia y accedió a contarme algunas de las hazañas de las que participó durante la Guerra del Chaco. Ella las llama añoranzas.

Según sus familiares y amigos, ella, es esquiva a compartir sus recuerdos de la guerra del ´32. Aunque no era un hombre, participó de la guerra. No como soldado, sino a la par del ejército, curando heridas junto a los pocos médicos y enfermeros que había en el campo de batalla.

Cuando se instaló la guerra había que salir a pelear a esos campos donde el monte duerme la siesta arrullado por el sonido aturdidor de las chicharras. Y ella, cual felino, se movía entre el pajonal para llegar hasta algún doliente, hasta la posición de un herido que estaba desangrándose, enrojeciendo, aún más, esas tierras rojas, que se tornan blanquecinas, grisáceas, tras cruzar el río de las coronas.

“Así como la tierra cambia su color, después de que cruzas el río, así muta la vegetación, y también así, cambió la gente cuando en esa época de la guerra, cruzamos el río dirigiéndonos al encuentro del enemigo” -Explica Dionisia su transformación en jaguareté michí.

− ¿Y por qué dice que todo cambia al cruzar el río, doña Dionisia? -Le pregunto, aprovechando su buena predisposición para hablar.

− Mire don Roberto, usted es muy joven; pero habrá escuchado otras historias de esos tiempos. Algunos aún estamos vivos, pero yo no fui la única mujer en esos campos. Yo era una criada y vivía en la casa del coronel Sandro González. Su esposa, al momento de la partida de él a la guerra, insistió en que yo lo acompañara para ayudarle en las tareas, suponiendo que el comando estaría lejos de la zona de batalla. Pero no fue así.

− Y usted, doña Dionisia, ¿qué hacía en ese lugar? ¿cuál era su función? -Le pregunté, alentando su relato; pues sabía que le costaba referirse al asunto.

− Mire… lo que se podía. Pronto nos dimos cuenta de que volver era difícil. Y mucha de nuestra gente estaba allí. Algunos parientes, primos u otros de relación lejana, pero parientes, definitivamente… ¡Cómo no ayudar!

Una tarde, don Sandro me llamó aparte, y me dijo que estaba bien todo lo que yo estaba haciendo, pero que cada día le resultaba más difícil protegerme. Quería que me volviera a la capital. De hecho, más al sur, pues sus parientes estaban decidiendo trasladarse ante el avance del enfrentamiento armado. Reconoció mi valor. En general todos los hombres lo hicieron, pues empezaron a tratarme como un igual. No sé si por verdadero respeto, o por mi aspecto, mi apariencia física. Era yo chiquita, usaba el cabello muy corto, al ras del cuero cabelludo. Casi siempre estaba como agazapada, a punto de saltar, por eso el apodo que me pusieron.

Los pasos de jaguareté michí

Los pasos de jaguareté michí

Había heridos que venían del frente, mucha gente con dolor. Entonces, pedí que me asignaran a un puesto de avanzada, pues creí ser de más ayuda allí. Y me asignaron. Una vez allí me sorprendí… Varios de los que allí estaban, en el frente, al enterarse que estaba asignada en su lugar, se alegraron de conocerme. Resulta que muchos de los que en un momento estuvieron afectados por alguna herida, yo los había ayudado, y al recuperarse volvían al frente. Y ellos contaban cosas sobre mí. Simplemente les agradecí y continué con mis trabajos. Éramos unos cuantos los que entramos como voluntarios. Pocas mujeres, es cierto; pero ahí estábamos. La mayoría de nosotras, las mujeres, lo que hacíamos era cuidar a los varones chicos, a los mitaí, y ni bien estaban con cierta fortaleza, los mandaban a engrosar las filas de combatientes. Por suerte, esta guerra no duró tanto; sin embargo, fue lo suficiente para ver morir a muchos… [Doña Dionisia parecía algo cansada, pero al mismo tiempo le brillaban los ojos, se entusiasmaba a medida que afloraban, más y más, recuerdos].

− ¿Y qué hizo al término de la guerra? Supongo que ya no era una criada… -Le planteé buscando un poco más de aquella riquísima historia de esta mujer que celebraba sus ochenta años, y que estaba, como pocas veces, narrando su parte de vivencias de un pasado que muchos valoran y recuerdan en los actos públicos, pero que prefieren mantener en reserva en el ámbito privado.

− Y no… Habían pasado los años. Me hice mujer. Entré como una cuñataí, y era toda una cuñá, hecha y derecha, al salir. Mi aspecto cambió. Y no sabía hacer otra cosa que cuidar a los otros. Así que entré al hospital de veteranos de guerra. Estudié enfermería y continué con esos veteranos hasta jubilarme. De hecho, yo también era una veterana.

− No pudo, entonces, dejar la guerra atrás… -Comenté.

− Sí, y no. Porque formé una familia. Después vino la guerra civil y ayudé a cuantos pude desde otro lugar. Tenía la experiencia suficiente y asesoré a muchas mujeres y hombres. Esa pelea no valía la pena. Yo había visto el horror de la guerra en el Chaco, en los montes. La lucha se libraba a machete limpio y perdimos a mucha gente allá ité.

En el barro de esos campos quedaron guardados muchos de los míos. Gente de mi edad y otros, apenas unos mitaí, con toda una vida por delante cayeron ahí. Entre lodo y caraguatás, debajo de un guayacán, muchos de ellos, enriquecen las tierras de nuestro suelo. Sus nombres, quizás, se olvidaron; pero son honrados hoy en el monumento al soldado desconocido…

Impotencia sentía, en esos tiempos, anga… La guerra es cosa fea don Roberto. Parece linda en esos libros que usted lee, en esas películas que pasan en el cine. Yo no las voy a ver. Ya vi demasiado.

− Entiendo… Pero allí, en la guerra, surgió <<jaguareté michí>>. No hubiese surgido sino le tocaba ir. Sería, quizás, usted otra mujer ¿No le parece?

− A lo mejor… quizás sí. No reniego de mi vida. Aunque mucho quebranto me diera, mi vida es así porque me tocó vivir aquella guerra. Creo que es más lo que otros vieron en mí que lo que yo realmente hice. Pero me siento bien con eso de ayudar al otro. Fíjese que en tiempos de paz seguí… Me interné en el hospital y formé familia con el caraí don Estanislao. Él no fue a la guerra. Cuidaba los campos de los patrones. Estaba encerrado en medio de las vacas, con otro mitaí. Se volvió hombre allá en los campos arriando ganado, haciendo ladrillo, tareas de campo. Y después de la guerra lo mandaron a la capital para estudiar. Y fue a la escuela, sin embargo, enseguida se empleó en el hospital donde yo trabajaba. Lo trajo un médico, amigo de la familia donde trabajaba de mitaí. Así lo conocí. Me tuvo mucha paciencia, siempre. Nos hicimos buenos amigos y después novios. Yo no soy de carácter fácil; pero no soy mala. Soy firme. Hace una vida que caminamos juntos. Dejé de saltar como el jaguareté y andamos, lado a lado, paso a paso. El es muy paciente.

Mientras lo mencionaba se dio que don Estanislao llegó hasta nosotros. Sus miradas se fundieron y entendí que nuestra conversación debía terminar. Sus pasos fueron hacia la puerta de calle. La madura <<jaguareté michí>> estaba cansada. La noche se presentaba calurosa, y casi no se movía el aire espeso y húmedo. El ruido de las calles del centro de la ciudad y las bocinas alejaban al trino de los pájaros y las chicharras, al silencio del monte y a las chicharras de las siestas de los campos de batalla que estaban, aun flotando en esa atmósfera de recuerdos. Se esfumaba la guerra y adquiría cuerpo el caos de la ciudad en movimiento. Las risas vinieron de la calle, una de las nietas saltaba, quizás como otra… jaguareté michí.

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