“Y yo solo escapé para contártelo”

JOB, I, 19

Escena 1. En el primer capítulo del libro de Job, que transcurre en el cielo, Dios y Satán discuten acerca de las condiciones del tal Job, un acaudalado habitante del país de Uz. Según el texto bíblico, Job era un sujeto cabal, recto, que temía a Dios y se apartaba del mal: “Este hombre era, pues, el más grande de todos los hijos de Oriente” (Job, I, 3). Satán menosprecia las virtudes de Job: alega que su rectitud nace de los dones que Dios le ha dispensado y que si este extendiera la mano y tocara sus bienes, Job no tardaría en maldecirlo en su propia cara. Dios acepta el desafío y permite a Satán arrasar con todos los bienes de Job, con el (aparentemente) solo propósito de prevalecer en la discusión. Satán, suelto a sus anchas, destruye la hacienda de Job y provoca la muerte de sus siete hijos y sus tres hijas. Job, sin embargo, no reniega de su fe en Dios.

Esta escena se repetirá en el capítulo dos del libro: “El día en que los Hijos de Dios venían a presentarse ante Yahvéh, vino también entre ellos el Satán” (Job, II, 1). Se repite el diálogo del capítulo anterior, con una leve/enorme variación: Satán exhorta a Dios a extender aún más su mano y tocar a Job mismo, sus huesos y su carne, y que entonces Job lo maldecirá (ahora sí) en su propia cara. Dios asiente, con la condición de que respete su vida. Satán, con el permiso divino, hiere a Job con una llaga maligna desde la coronilla de la cabeza hasta las plantas de los pies. Pero Job (contra todo pronóstico) continuó sin maldecir a Dios.

La escena será retomada en la historia de la literatura por Johann Wolfgang Goethe en el famosísimo Fausto. Allí, El Señor y Mefistófeles entablan idéntica discusión, solo que en este caso el objeto de la misma es el doctor Fausto. Mefistófeles dice: “Apostemos a que lo perdemos aún, si me permitís atraerle poco a poco a mi camino”. A lo cual El Señor replica: “Tendrás ese derecho sobre él en tanto permanezca en la tierra. El hombre sólo se extravía mientras está buscando su objeto” (Fausto, “Prólogo en el cielo”). 

El resto es literatura.

Escena 2. Después de que Dios permite a Satán arrasar la hacienda, hijos e hijas de Job, llegan (consecutivamente) cuatro mensajeros trayendo las malas noticias. En síntesis, podríamos decir que son la misma escena, pero repetida cuatro veces. Los informantes dicen, cada cual a su turno: que los sabeos atacaron sus reses vacunas y mataron a sus servidores; que el mismísimo fuego de Dios cayó de los cielos sobre sus ovejas y a los pastores que las apacentaban; que los caldeos cayeron sobre sus camellos, los robaron y asesinaron a sus siervos; y que un gran viento del desierto derribó la casa donde sus hijos e hijas estaban celebrando y que los aplastó y los mató. 

Cada emisario culmina su informe con esta sonora frase, con leves variaciones: “Y yo solo escapé para contártelo” (Job, I, 15, 16, 17, 19).

Escena 3. En el epílogo de la extraordinaria (en todo el esplendor polisémico de esa palabra) Moby Dick, publicada en 1851, cuarenta y tres años después de la aparición del Fausto y aproximadamente unos tres mil trescientos años después de la escritura del libro de Job, Herman Melville pone este epígrafe: “Y sólo yo escapé para contártelo”.

La referencia intertextual es poderosa. Este narrador, que da y no da su nombre (“pueden llamarme Ismael”, dice, célebremente, misteriosamente) es el único sobreviviente de la enloquecida aventura que emprende el capitán Ahab al mando del Pequod: la persecución de Moby Dick, la ballena blanca. Ismael es quien cuenta toda la historia, desde que teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que le interesara en tierra, decide navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo, hasta que el Pequod es devorado por los abismos insondables del océano. Ismael es el único sobreviviente, permanece un día y una noche flotando en el mar hasta que lo rescata otro barco, el Raquel.

Ricardo Piglia, en el tomo uno de sus “Diarios”, anota: “Domingo 5 de julio [1964]. El capitán Ahab no es un personaje (como Madame Bovary, por ejemplo), sino una fuerza verbal que no existe sin la ballena blanca. Más que un individuo, es un compuesto de energías, que opaca a todos los demás protagonistas que giran a su alrededor, sin voluntad, atados a la obsesión de Ahab. El barco, los arpones, son también parte de su cuerpo. Sólo Ismael, que es quien narra la historia cuando ésta ya ha terminado, tiene vida propia” (El subrayado es mío).

Entonces, este es el quid de la cuestión: sin ese sobreviviente, sin Ismael, no habría narración, no habría historia posible. Podríamos decir, parafraseando a Balzac: “Todo es ficción, sólo Ismael existe”.

Escena 4. En diciembre de 2010, en Madrid, la Real Academia Española presentó su nueva “Ortografía”, la cual fue aprobada en Guadalajara por las 22 Academias de la Lengua Española. Tal publicación causó gran revuelo (siempre hablando de los exiguos círculos académicos y literarios) debido a sus observaciones en relación al uso de la tilde diacrítica en el caso solo/sólo: grosso modo, recomendaba no tildar la palabra solo toda vez que pudiera sustituirse por solamente. 

En síntesis, la RAE no prescribe ese uso sino que (merced a la multitud de quejas y argumentos en contra) permite continuar acentuando a la antigua usanza “por costumbre”: “A partir de ahora se prescindir de la tilde en estas formas incluso en casos de ambigüedad. La recomendación general es, pues, la de no tildar nunca estas palabras”, dice actualmente la página de la Real Academia Española.

Escena 5. Confrontado este debate con la cita del libro de Job, surgen varias lecturas/interpretaciones.

La edición manual de la Biblia de Jerusalén, publicada por la Editorial Española Desclée de Brouwer en 1975, traduce las declaraciones de los mensajeros de Job, así: “Sólo yo pude escapar para traerte la noticia”. La Traducción del Nuevo Mundo de las Santas Escrituras, publicada en castellano en 1967 por la Watch Tower Bible and Tract Society, traduce: “Y yo logré escapar, yo solo, para informártelo”. Otras varias traducciones deslindan el problema, traduciendo: “Y solamente escapé yo para darte la noticia”. En la estupenda edición de Moby Dick publicada por Editorial Planeta en el año 2000, con traducción, introducción y notas del catedrático de la Universidad de Barcelona José María Valverde, leemos esta traducción del famoso epígrafe: “Y sólo yo escapé para contártelo”.

Ahora, si ese sólo no estuviese acentuado, para saber si es un adjetivo o un adverbio, deberíamos desambiguarlo por el contexto. Si decidimos que es un adjetivo, leeremos: “Nadie más que yo logró escapar para contártelo”. Pero si decidimos que es un adverbio, el sentido se expande, se resignifica ilimitadamente. Ese adverbio nos da a entender que ese sobreviviente escapó con la única finalidad de poder contarle los hechos a Job, su existencia está exclusivamente justificada a los fines del relato: “Yo escapé solamente para contártelo”.

Un célebre kōan del budismo zen dice: “Si un árbol cae en un bosque y nadie está cerca para oírlo, ¿hace algún sonido?”. Un kōan es un problema que puede parecer absurdo, ilógico o banal (o todo eso a la vez) y está dirigido del maestro al alumno para que éste se desligue del pensamiento racional y trascienda el sentido literal de las palabras. Ahora, nuestro narrador es quien oye caer el árbol en el bosque. Nuestro narrador nos dice: “Yo escapé (yo pude escapar, yo logré escapar) sólo para después poder contar los hechos, para que haya alguien que pueda contarlo”. Su función es puramente narrativa.

Tal es la función del narrador.

Epílogo. En el otro extremo, tenemos a otro narrador, también de raíz melvilliana. Es el escribiente Bartleby, un narrador que ha atestiguado un hecho (no sabemos si es algo trivial o levemente horrible o fantástico o tal vez humillante), pero no nos lo cuenta, no nos relata nada, renuncia a su función existencial y ontológica. 

Nos dice: “Preferiría no hacerlo”.

 

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