En aquella tan reluciente y tan deliciosa tarde primaveral, vibraba, subjetivamente, desde tan altanera plataforma telúrica, que abarcaba una envolvente y sublime perspectiva atmosférica… donde se sentía, imaginariamente,  el tenue vuelo de una colorida libélula, que en un ápice se  convertía, en sofisticada maquina voladora, miméticamente parecida a un helicóptero. Y el radiante sol del poniente, con sus luminiscentes rayos,  iba transformando hermosamente todo el aquel radiante espectáculo visual,  iluminándole con su tan cálido color de matiz ocre,  quedando, por lo tanto, todo lo restante, de cada uno de aquellos ondulantes volúmenes, con tan poco relieve, pues como sólo recibían luz, emanada del propio aire, existía así tan poco diferencia entre sombras y luces y, por esto, regalaban poca nitidez a la una sedienta mirada contemplativa.

Asimismo, en toda llanura, todos los volúmenes, que majestuosamente sobresalían, iban paulatinamente recibiendo  luz del propio Sol, que imprimía un vivo color saturado, realzado de intensos verdes, donde mágicamente se maravillaban todas la creaturas, de una álgida primavera del “Renacimiento”, en el suntuoso y refinado macrocosmos toscano. Soplaba por el éter, tan melifluamente, un viento suave, que producía una agradable brisa, por todos los rincones de este emblemático paisaje contemplativo, meditativo, reflexivo, surcado telúricamente por el zigzagueante río Arno, en cuyos márgenes refulgían verdeantes colinas, enmarcadas de tan afiladas hileras de cipreses, matizando icónicamente –la inefable armonía del verde- estando ornamentados también de despejados y verdeantes campos de cultivo, pintados por tan sublime floración de  hermosos campos de amapolas, atizados de viva alma- la sublime pasión por los rojos-.

Todo esto, acontecía justo cuando ésta tan atractiva estación del año, iba de forma palpitante regalando a raudales, a nuestro entrañable narrador omnisciente, unas estremecedoras contemplaciones de indescriptible belleza, recreando emocionalmente en todos sus cinco sentidos, aleatorios movimientos mentales de pleno goce,  estando él totalmente inmerso en este territorio arcádico. Y vagaba él, en aquella aleatoria vez, por la magnética ciudad de Florencia, sumamente considerada como– la ciudad de los lirios- la ciudad exultante de plenitud, de bullicio, de poder,  acaecido durante la época  del Renacimiento-,  mayestáticamente enmarcada por la sublime cúpula del Duomo de Santa Maria del Fiore, un verdadero prodigio de la tecnología e ingeniería de vanguardia, ocurrido durante el periodo del Renacimiento Italiano.

Fue magistralmente  llevada a cabo por el arquitecto, Brunelleschi, y por aquel entonces, en toda la Cristiandad, no hubo nada comparable, ni en belleza, ni en tamaño, a este imponente monumento.  Esta monumental y bellísima catedral florentina, construida en el año 1436, fue posteriormente rematada por una luminiscente linterna, en el año 1461, desarrollada prodigiosamente bajo una riquísima conjunción astral, unidas a sobresalientes causas sociológicas, psicológicas e incluso climáticas, es decir: la competitividad que agudizó todos los ingenios, el enaltecimiento del individualismo, como formidable estimulo para la obtención de tan  consagrado éxito, y aún la tan “sui generis” atmosfera social vivida en aquella vívida Florencia, donde florecieron una gran pléyade de espíritus libres, inquietos e insatisfechos.

En un ápice, continuaba él  siempre en perpetua creación de un tipo de vida peregrina, contraponiendo dialécticamente la percepción con la apercepción,  confrontando sus vísceras sensibles, con su propio armazón cognitivo, contraponiendo dialécticamente su saber intelectual, con su inteligencia emocional,  hecho a través de un ritmo musical exacto y melodioso… la inagotable visualización  de los arcos de medio punto, de la piedra serena y refinadas mayólicas robbianas, que proporcionaron la justa medida y el crucial modelo, a toda la arquitectura florentina del Quattrocento. Y ningún rey, ni ningún príncipe, dotado de poder en la Europa de aquella época,  había vivido en mansiones comparables, ni de lejos, a las casas de los mercaderes y los banqueros florentinos. Eran unos enormes palacios de piedra, provistos de tan hermosas estancias, refinadamente adornadas con taraceas, habiendo también  estéticos casetones pintados con todas las fabulas de Ovidio, tan ricamente orlados de hermosos frisos, hechos en terracota robbiana.

La dinámica ciudad de Florencia,  donde uno se sentía siempre impelido a darse cuenta, de que el pasado vivía en el presente, habitando nuestras emociones, atravesando nuestros sentimientos y obligándonos a un compromiso existencial ineludible con nuestro propio conocimiento del mundo Occidental. El esplendor de esta genial urbe toscana, que pareció a los ojos del mundo una renacida Atenas, fue indudablemente la capital del gran arte renovado, el laboratorio experimental de la “maniera moderna”, basado en la búsqueda valiente de la aventura espiritual, siempre en continuo equilibrio entre la indagación científica y la especulación mental, logrando dar así un  nuevo aliento de ámbito universal, a la tradición artística, desde sus propios orígenes, para así poder orientarla hacia una interpretación más animista y más vitalista del propio mundo, resaltando el pleno deseo de descubrir las leyes eternas de la belleza, la proporción áurea e intentó definir todos los criterios del valor estético. Empezaba a despertarse, en la parpadeante consciencia de nuestro narrador omnisciente, que siempre tenía tiempo de tener tiempo, colmando así algunos e inconfundibles viajes soñados, a la tan apetecible y tan magnética La Toscana. 

Y los luminiscentes rayos del sol, iban avanzando paulatinamente en zigzag, recreando un barrido caleidoscópico, impregnado de luces y sombras, a la tan hermosa ciudad de Florencia, que durante el Quattrocento, fue detentora del florín de oro, la “ley confirmada por el Bautista”, acuñado por primera vez en el año 1253, marcando así todos los precios, en todos los mercados del mundo, desde Barcelona llegando hasta Constantinopla y desde la pujante ciudad de Brujas hasta Milán, pues sus potentes finanzas, su industria textil y el comercio florentino, siempre actuaron como punta de lanza de toda la economía europea. En la Toscana del Quattrocento, la flamante ciudad de Florencia, sorprendente cuna del Renacimiento italiano, contuvo por aquel entonces un determinado entramado urbano, en el que ya abundaban  magníficos edificios públicos como el Pallazzo della Signoria, el Pallazzo del Bargelo, así como iglesias tan prestigiosas como la Iglesia de San Lorenzo, Santa Croce y el Duomo de Santa Maria del Fiore, recién completada por la tan magistral cúpula de Brunelleschi.

A partir de la década de 1460, apareció como acto de magia, una nueva pléyade de grandes artistas, que no sólo estuvieron interesados en la decoración al fresco, sino que se dedicaron también a una serie de producciones de otros géneros,  incluyendo la orfebrería, el grabado,  la innovadora pintura, caracterizada por una línea dinámica y nerviosa, donde pudieron crear vibrantes superficies de luz y un modelado resbaladizo, en incesante y novedosa búsqueda de tornasolados efectos atmosféricos. En este ámbito, toda la conversión a un lenguaje moderno, que fue efectivamente el precursor de todas las evoluciones artísticas posteriores, se estuvo forjando paulatinamente en el que fue el taller más importante de toda Florencia, de la década de 1470, es decir: el taller de Andrea Verrocchio,  considerado como uno de los más famosos maestros florentinos del siglo XV, cuyo magisterio de escultor, dibujante y decorador, se convirtió en la fragua creativa más apropiada para la aparición de jóvenes creadores de las artes, empezando por Leonardo da Vinci, Lorenzo de Credi, El Perugino, Botticelli, Ghirlandaio y Polaiuolo, todos ellos llamados a cambiar la orientación del fructífero recorrido estético, que pululó entre Florencia, Roma y otros lugares importantes de Italia.

Y el hombre agraciado de tantos saberes universales, Leonardo  da Vinci, (1452-1519), que llegó a la ciudad de Florencia, en el año 1468, cuando aún tenía dieciséis años, procedente de Vinci, termino municipal de Anchiano, diminuto pueblo ubicado entre Florencia y Pistoia, agasajado por los tonos verdeantes de sus tan ondulantes y suaves colinas. Este orgulloso autodidacta, que se había hecho a sí mismo, fue considerado como extraordinario innovador científico, pero un “hombre sin letras”, pues estaba desprovisto de un conocimiento adecuado de latín y griego, y que siempre había reivindicado la importancia de la experiencia con respecto a la teoría, rechazando la “auctoritas”, es decir, el principio de autoridad, vinculado a los grandes nombres de la época clásica.

Fue Leonardo da Vinci, también un buen geómetra, que no solo practicó la escultura, sino que se interesó también por la arquitectura, efectuando meticulosamente muchos dibujos, tanto de plantas como de edificios, dibujándoles dispersamente en varios manuscritos,  elaborando maquinas como molinos, batanes, y artefactos, que en la práctica podían funcionar con la fuerza del agua. En su inclinación por la pintura, fue considerado como una joven promesa, haciendo valer la precocidad de su magistral talento artístico, cuando en el año 1469, ingresa en el taller de Verrocchio, como lo demuestran sus primeras pinturas, quedando allí hasta el año 1482. 

Continuará …

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