Cuando nos vimos sacudidos por toda esta vorágine de información que daba cuenta de lo que se le venía encima a la humanidad, la inmensa mayoría sentimos desfallecer antes de que hubiera, lamentablemente, la primera víctima del virus que se adueñó del planeta entero y sigue adherido con sus ventosas llevándose por delante un porcentaje considerable de la población mundial. Pero se puso peor cuando nos adentramos desde la periferia, hablando en términos grupales, profundizando, hasta llegar al comportamiento individual, donde cada uno de nosotros, día a día, se  ha visto cercado por el virus, pues, la posibilidad real del peligro o riesgo de contraerlo, ya sea por situaciones de descuido, indiferencia o de permanencia en el trabajo, alrededor de un grupo laboral, es manifiesta y casi palpable. Es allí entonces, cuando sentimos el  miedo calando lo más recóndito de nuestras fibras, enseñoreándose, haciéndose cómplice del virus  que, cuando llega a atacarnos  y logramos alejarlo, nos deja con una respiración dificultosa y jadeante que no nos abandonará por mucho tiempo en lo adelante, a decir de quienes lo han contraído, pero que, a Dios gracias, han podido salir vencedores.

Ese miedo es latente, de humo flotante, el miedo a lo desconocido que nos puede causar daño y dolor y esta atmósfera enrarecida se extiende hasta nuestra familia y entorno más cercano.

Pero, ¿esto siempre ha sido así? La  historia nos dice que la fragilidad del ser humano por quebrarse ante lo inexplicable ha estado presente de manera constante. Desde que se separó de sus parientes más cercanos en el avance evolutivo y se vio indefenso ante lo inconmensurable de la  noche oscura y silenciosa, aun con un cielo extendido a todo lo que daba la vista, abarcando miles, decenas de miles de astros relucientes, titilantes, como agujas en cristales de hielo,  sintió ese miedo ante la inmensidad circundante. En un principio, cuando se desplazaba como nómada, fue cazador, y salía a perseguir la presa disputada con otros cazadores y depredadores. En el recorrido del tiempo, se organizó en comunidades,  viviendo en cavernas, primero, formando clanes, después, con un jefe y guía que señalaba el camino a seguir.

Sin embargo, era temeroso ante lo que no podía comprender, y el miedo andaba por allí, cuando  las violentas reacciones de la naturaleza indómita en el planeta se manifestaban, buscando un reacomodo equilibrado entre sus líneas de movimiento y dinamismo. Pero entonces entendió que la permanencia en ese mundo hostil  dependería de su conducta y comportamiento, si aceptaba que había llegado para quedarse y dominar. En las más antiguas civilizaciones, la organización social en castas, estaba influenciada por aquellos que se dedicaban a establecer puentes y llegar a ser vasos comunicantes con lo místico, con las deidades, con los dioses que señalaban el camino a seguir y aun así, el miedo a lo desconocido, hacía que los nobles, mediante sus sacerdotes, buscaran desentrañar los conocimientos de más allá de la muerte y les llenaban los sarcófagos de materiales valiosos para llevarlo consigo en su tránsito por las veredas de la muerte.

En las civilizaciones formadas  en el lejano oriente, el misticismo mantenido le dio al hombre una serenidad y un sosiego, haciéndolo más pensativo, más analítico, más reflexivo y eso marcó un sendero que ha  trascendido a través del tiempo y a través de las épocas, hasta la más reciente.

Sin embargo, en el  mundo occidental, en el transcurso de esa etapa oscura y llena de temor del ser humano, donde la ignorancia y el fanatismo se imponían, conocida como la Edad Media, el miedo hacia lo sobrenatural, lo misterioso, lo maligno, se impuso,

acaso sostenido por elites sacerdotales que se aprovechaban de ello, convirtiéndose en brazos juzgadores y ejecutores en nombre del Ser Supremo. Hasta con una mirada, llegaban a determinar quiénes eran brujos y hechiceros.

Mil años después de la llegada del Maestro Jesús, surgieron las Cruzadas, movimiento de guerra religioso, dado por defender el medio donde se desenvolvió en su Ministerio y el hombre emprendió, librando varias cruzadas, la conquista y reconquista de esa Tierra Santa, en lucha contra de los musulmanes sarracenos, para ganar la Gloria de estar en el reino de los cielos, después de la muerte. Otro episodio habido donde el miedo flotaba en cada batalla librada. Algunos siglos después, luego del descubrimiento del Nuevo Mundo que cambió por completo el desarrollo histórico del hombre, cuando se establecieron las colonias, allende los mares de occidente, el miedo se aferró en el cuerpo de los esclavos hechos del hombre por y para el hombre, para su explotación en los sembradíos, así, el miedo fue real, aplicando el látigo en carne viva como escarmiento por pretender escapar en busca de la libertad.

Ahora, en nuestra época contemporánea, ante los avances científicos y tecnológicos, el hombre moderno vuelve a sentir miedo ante la llegada de un enemigo invisible que le quita el aire y le sesga la vida.

Todo estriba en que nadie quiere morir, no antes de su momento, pensamos todos, pues,  consideramos que siempre el nuestro estará un poco más allá. No obstante, así como el miedo vive en el hombre, su contraparte, el valor, también lo hace y es cuestión de imponerlo por sobre este miedo, hasta dominarlo, para avanzar ante los hechos diarios. Por ello, no hay que olvidar la expresión de san Juan Pablo II, cuando, dirigiéndose a la multitud, en uno de esos viajes pastorales alrededor del mundo, pero también de contacto con el ser humano, nos dijo ¡No tengáis miedo! Abogo en esta hora dramática y vulnerable,  por seguir esta máxima.

 

 

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