Quizás muchos conozcan sobre la vida, allá ité, en las tierras de las largas siestas e interminables tererés; pero supongo que todos no. Por eso les acerco estas narraciones de Don Arturo, un viejo conocedor de la zona y sus pormenores.

Don Arturo tiene la piel gastada por el viento norte y el calor de la zona. Durante más de cinco décadas recorrió las rutas y las calles polvorientas del norte del país. Suele disfrutar cuando ve los remolinos de las siestas. Dice, a veces… “el viejo  anda haciendo de las suyas”. Y uno piensa si se refiere a la antigua leyenda del personaje añoso al que llaman yaciyateré o si se refiere alguna persona masculina de carne y hueso, que se oculta entre los matorrales acechando a los desprevenidos, y, que él quizás conozca.

Cuando el sol está en lo más alto, en el cenit, cuando las chicharras suenan como un lamento que hiere el silencio de la siesta es cuando suceden algunas cosas que parecen extrañas; que parecen sueños, porque quizás, se dan en ese momento en que la vigilia da lugar a la ensoñación, a ese instante en que no sabemos si estamos despiertos o dormidos, cuando el calor nos vence, nos cansa, nos agota y nos deja casi sin aliento, tendidos bajo una sombra piadosa.

Lo cierto es que el calor está presente, y se hace carne en esa transpiración que no se puede detener, en esa caída de gotas interminables de agua que nuestro cuerpo deja escapar, esparciéndose por doquier.

El agua tan vital que se escapa de nuestro organismo es también la que se necesita para detener el polvo de las calles, para aquietarlo.

 Y sobre eso don Arturo nos cuenta… <<Hace años que se puso en marcha un sistema de riego de las calles polvorientas de la ciudad, a fin de que se pudiera sobrevivir al viento norte, tan característico. Hubo una época en que un tanque cisterna era remolcado por un tractor, después pasó a ser un camión el que transportaba el líquido y regaba las calles.

En horas de la siesta o en otros horarios veíamos pasar por distintas zonas aquellos tractores y los tanques cisternas con el agua cayendo detrás, como una suerte de lluvia. Sobrevive el riego sólo en algunas calles, donde el pavimento no existe, donde alguien tiene algún amigo o conocido que incida en las decisiones comunales y se pueda dar el riego, tan necesario.>>

En la zona del camino de acceso al cementerio aún se ve que existe el servicio de riego. Pero pasa por una calle principal, en tanto que las aledañas son regadas por los vecinos con las aguas de las zanjas donde se vierte el material de los sistemas cloacales de las casas. Y esa agua sucia es la única que moja las secas y polvorientas calles. El polvo cubre las hojas de los árboles, los vidrios y las pinturas de las chapas de los autos, tapa todo cuanto queda en su paso.

El viento norte esparce el polvo en forma de remolino y cubre como un manto -de tono gris, tan particular del lodo seco – todo en su camino. Grandes extensiones de la ciudad, y de las ciudades más al norte del país, obtienen las mismas características, gracias al sistema de vientos cálidos que la barren,cada siesta, cada calurosa siesta. 

En ese camino al cementerio es dable imaginar más que una ida al cielo, al campo santo, un viaje al infierno. Ir en horas de la siesta supone un gran esfuerzo, una suerte de sacrificio. Las chicharras marcan el compás.

El tiempo parece detenerse o prolongarse, por un periodo indefinido. Si se está despierto el sonido lo absorbe todo.

Nuestro sistema auditivo es capturado por ese único elemento. Todo parece andar más lento, o no andar.

Los pocos aldeanos que  ven se mueven como en cámara lenta. Alguno parece dormitar a la sombra de un arbusto, pero podría ser alguien que acaba de fallecer y aún no termina de apagarse, como el canto de las chicharras. Más allá de cualquier portón de acceso a los terrenos de las casas pueden verse algunos perros, flacos en general, que cavan pozos bajo los pocos árboles procurándose un sitio más fresco, donde echarse y dormitar.

Muy cerca pueden verse a sus amos haciendo igual ejercicio de supervivencia, aletargados en una reposera, bajo las sombra de cualquier árbol o suerte de toldo que los resguarde del ardiente y sofocante rayo del sol.

 Don Arturo dice conocer la historia de un tal Diosdado… “un masculino de piel oscura, un morocho, blanco de piel curtida, cual hombre de campo, pero sin ganas para trabajar, a quien le encomiendan algunas changas, pues no cobra mucho, en tanto, tampoco hace mucho. El mencionado hombre fue acusado, en una oportunidad, del abuso de una joven, de edad poco más que una niña. Pero la falta de pruebas lo llevó a ser dejado en libertad por falta de mérito.

El hecho ocurrió en las inmediaciones del cementerio, entre dos de los grandes basurales que se extienden en el camino al cementerio.”. Más todo parecía indicar que era el autor del crimen, según lo supo de boca de su amigo el comisario “Dalí”. Así lo conocían, por el uso de un particular bigote, tal como el del famoso pintor español. No sé si es éste el individuo al cual refiere don Arturo, pero bien podría ser, pues quizás tanta leyenda no es más que para asustar y cuidar a los niños y quizás basados en probables hechos que algunos adultos conocen.  

El viento sopla, del norte, y el calor se esparce como una llama, como un fuego invisible que te abraza, te aprieta y te deja atontado, somnoliento, sediento y sin ganas. El viento gira, sube, se precipita y luego te da en la cara, cual cachetada.

Algunos pájaros negros dominan la gran extensión bajo sus garras desde las columnas alisadas y perfectamente cilíndricas o retorcidas -elaboradas con madera estacionada-   de los postes de los cables de luz. Parecen inmutables, pero ellos aprovechan el mismo viento norte.

Ellos se elevan, planean, sobrevuelan con la mirada atenta, y de repente caen en picada como bólidos, sobre alguna descuidada ave pequeña, sobre algún roedor o sobre alguna serpiente. Tan eficaces, tan precisas, tan activas y totalmente lúcidas, como adormiladas están el resto de las criaturas.

Otras, simplemente pelan los huesos de algún ser en descomposición, que expuesto al sol, revela sus órganos internos, o sus músculos desgarrados por los picotazos.

Todo el paisaje parece tener el mismo monótono color gris, amarillento en parte, por ralos pastos secos que alguna vez tuvieron sus hojas verdes, pero no en épocas de verano, cuando el sol quema sin avisar, cuando los incendios son cosas de un instante, adquieren ese uniforme aspecto.

La muerte acecha, mucho antes de llegar al cementerio. La muerte tiene ojos que miran desde los postes de luz. La muerte parece caminar entre los campos de ásperos pastos, pero siempre hay algún arriero que le sale al encuentro, con el facón en la cintura y la estampita del santito en el bolsillo.   

Sequedad y silencios se alternan con los sonidos de las chicharras; la soledad es lo que se presiente, lo que se percibe,  rumbo al cementerio, en esas horas de la siesta de verano. Se oye, como muy diluido,  de tanto en tanto, el chirrido característico del ave rapaz cayendo sobre su presa, luego… un funesto silencio. 

Don Arturo dice que hay que andar con cuidado, en la siesta, rumbo al cementerio… “ No todo lo que se ve es, no todo lo que parece, existe”. El calor crea ese espejismo en las rutas pavimentadas, y se ve ese movimiento de los autos al avanzar, que parece que vienen y se van, que se mueven, desaparecen, reaparecen.

Y en los caminos de tierra se da una situación similar. A lo lejos se ve venir a un hombre, avanza, pero pronto se pierde, desaparece, se esfuma. De repente parece venir, otra vez, en dirección opuesta a nuestro avance. Luego se desvanece o se  aleja.  <<Todo es confuso, en ese camino, en esas calles de tierra rumbo al cementerio>>, repite Don Arturo, cuando la última gota de agua cae, del tanque cisterna.

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