Sobre el caballo que pasteaba se montó Arturo a toda prisa. Salió a todo galope, montaña arriba, en medio de la noche de luna creciente. Cuando avanzaba por lo más alto se encontró con un cielo limpio y estrellado, sin luces, apenas su caballo y él. Apareció un caballo negro, ya no estaba sólo y sobre él montaba un hombre con vestiduras de hierro, máscara ajustada a la cabeza y una figura alta. Se bajó del caballo, bajó del caballo a Arturo y con la espada que sacó de su cintura le apuntó a su pecho.

―Así debe morir quien ha deshonrado la patria y nuestro reino.

Arturo temblaba. La espada brilló y su pecho se infló; respiraba fuerte. Por su pensamiento pasó la dama con la que había estado minutos antes, en la cama, bajo su cuerpo caliente, disfrutando de los placeres carnales y prohibidos. Y no le importó, simplemente huía del hombre que lo había encontrado bajo sus sábanas, con el olor a sudor y con el olor a infidelidad.

 

Nicolás apretó el acelerador y a toda salió en su Mustang ochenta y cuatro. Por la carretera al sur salió a toda y detrás de él lo perseguía un carro. Lo empezó a golpear por detrás, pero Nicolás zigzagueaba muy bien. La noche era estrellada, la luna aceleraba junto al carro. Frenó, ante el encuentro de un abismo. El carro que lo seguía se detuvo. El hombre bajó del vehículo, se acercó a Nicolás y de su cintura sacó la pistola nueve milímetros. Le apuntó sobre su cabeza, con la respiración acelerada; sentía en su cuerpo el pliegue de la piel de la dama Juana, el sudor lamido y el sexo babeante.

 

 

Pero la luna salvó a Arturo. El cuchillo de luz encandelilló los ojos con el reflejo de la luna sobre la hoja, por lo que el hombre perdió la visibilidad y Arturo tomó de nuevo su caballo y salió a todo galope. La luna sonreía, sí, sobre su espalda y la hoja del cuchillo en la mano del caballero que lo seguía. Dobló la llanura y luego por el bosque. Ya en medio de la luz de la luna Arturo se había perdido; el caballero con armadura se encontraba en la oscuridad, sin hallar nada. Se quitó la máscara, miró para todas partes, como un cancerbero, husmeando. Sólo encontró el cielo estrellado.

 

La luna daba exacto en el arma del hombre que apuntaba. Llegó a sus ojos en un ángulo sagaz, por lo que Nicolás pudo escapar, cogiendo el carro y acelerando de nuevo en él. La bala había rozado su cuerpo, pero luego había impactado en el vidrio trasero. Sin embargó aceleró a fondo, saliendo de nuevo a la carretera, pegando en sus ojos la luz del carro trasero que venía amenazante. Dio la cuarta y luego la quinta; y la luz de la luna se convertía en cómplice de su fuga, de su amante y de su infidelidad. De pronto el carro que lo seguía no lo vio más, como un fantasma. Frenó y lo único que vio en la carretera fue el cielo estrellado.

 

 

Arturo se detuvo, luego de atravesar el bosque. Se detuvo, pensando en la bella dama que había hecho suya hora antes. Recorrió una cosquilla por su cuerpo, sintiendo el cuerpo lamido, el sexo a toda potencia y el sudor que corría en su espalda. Todo lo sintió tenue, versátil, por lo que a su mente vino la idea de que nunca más iba a sentir algo igual, ya había acabado la vida, se dijo. Por lo que dejó su caballo a un lado, lo exhortó para que volviera a su sitio y él se quedó solo, esperando su muerte…

 

 

Nicolás llegó al límite del estado, con el abismo a un lado. Dejó el carro simplemente tirado en la carretera y caminó hacia el abismo. Se paró, esperando la llegada del hombre para que le disparara. Recordó a la dama Juana, en sus brazos, un placer que nunca más iba a sentir, había sido algo único; no valía la pena huir y menos seguir viviendo. Como una estatua, con la luz de la luna en su cuerpo, estiró las manos, cerró los ojos y…

 

 

La espada atravesó justo el pecho de Arturo. Su cuerpo cayó, sintiendo el mismo placer que había sentido con la bella dama. La bala entró en el pecho de Nicolás y su cuerpo cayó, sintiendo el mismo placer que con la dama Juana. Además recordó también aquella noche, hace siglos, en que su cuerpo había muerto atravesado por una espada al calor de una bella dama.

 

Sigue leyendo a Hector Medina

 

 

No Hay Más Artículos